domingo, 2 de mayo de 2010

Pensar

A medida que pasan los años y cambian las costumbres y las carreteras, comienzan a desaparecer entre nosotros algunos oficios importantes. Desapareció, por ejemplo, el oficio de “Pomponio, ¿quiere queso?”, que era básico para la diversión de los estudiantes de comienzos del siglo pasado, y no fue sustituido por otro, salvo que consideráramos como tal el de vicepresidente de la República, que muestra las mismas contradicciones y tiene iguales necesidades. 

Desapareció también, por sustracción de materia, el oficio de telegrafista. Todavía hay algunos telegrafistas pensionados, pero ahora, en estos tiempos de reformas de la seguridad social, se convierten poco a poco en enemigos del Estado, dado que la demora en desaparecer de la faz de la tierra los hace potencialmente peligrosos para una economía que sufre las urgencias de la postmodernidad. Desaparecieron, claro está, las damas de compañía, ante todo porque las mujeres consideran de mal gusto (y con razón) que alguien las llame "damas", que es un nombre reservado para un juego de mesa o, con el añadido de la nacionalidad china, una lucha a muerte entre un grupo de bolas rojas, contra otros de bolas verdes o azules o amarillas, y a las señoras no les gusta ser bolas de ningún color. Pero, ante todo, desapareció el oficio de pensador. Don Luis López de Mesa, por ejemplo, era un pensador. El pensador era un individuo que no daba la talla para filósofo, pero que sí llegaba a plantearse disyuntivas en torno a las ideas generales; que no se hundía en las profundidades de la gramática, pero que se embebía en lecturas tan complejas como inútiles sobre el uso del subjuntivo; que no se dedicaba de lleno a la política (salvo disposición en contrario del arzobispo de Bogotá), pero que pensaba despacio sobre los problemas del país. Nuestros pensadores fueron muchos y tuvieron diversos talantes. Enrique Uribe White, por ejemplo, lo fue en grado sumo. Y pienso, sin quitarle meritos, que don Marco Fidel Suárez lo fue también, al igual que el doctor Abadía Méndez. Cuando repaso las caricaturas de Rendón, donde al doctor Abadía le salen telarañas que van de las pantuflas a las patas de los asientos, pienso que el problema reside en que el no era un político sino un pensador. Y a los pensadores no se les puede exigir que ocupen su tiempo en dictar decretos o en organizar la cosa pública. A un pensador que se dedique a esos asuntos, le saldrán, con seguridad, telarañas, para deleite de aspiradoras eléctricas y de caricaturistas.
Como su nombre lo dice, un pensador era alguien que pensaba. Pero, creo yo, ese pensar debía hacerse porque sí, por el solo prurito de pensar, sin necesidad de obtener resultado alguno. Y es ahí, en el resultado, donde radica el quiebre del asunto. No hay pensadores utilitarios: los pensadores son los seres más inútiles del mundo. Su único oficio es el de pensar y estar callados. No proponen nada, no echan discursos, no sacan conclusiones. Simplemente piensan. Y callan.

Ahora, ante la evidencia de que, entre nosotros, cualquier ejercicio humano comienza a convertirse poco a poco en un delito, deberíamos empeñarnos en resucitar ese viejo oficio, que ya ni siquiera aparece en los avisos de muerto. Hagamos una construcción a partir de esta posibilidad: “El pensador fulano de tal ha muerto”, podría llegar a verse como un desafío insoportable, dado que el establecimiento, que es tan quisquilloso en el momento de clasificar a sus pretendidos asociados, sabría que ese tal murió descalificándolo y se sentiría tentado a tomar represalias. Descalificándolo, claro está, porque basta pensar para comprobar que todo esto es un despropósito, un derrumbe, un asunto sin pies y, lo que es todavía peor, sin cabeza.

De ahí que mi propuesta sea sólo una: resucitemos el viejo e inocente oficio de pensar. Una sociedad de pensadores es una mejor sociedad. No se trata de hablar, ni de proponer fórmulas precisas o artificiosas. No se trata siquiera de escribir. Se trata, simplemente, de pensar. El sólo hecho de hacerlo le quitará perendengues al ejercicio del poder, y lo convertirá en lo que es, por lo menos entre nosotros: algo próximo al ridículo. Si el establecimiento sabe que masivamente resucita ese ejercicio de otras épocas, comenzará a ponerse nervioso. Y es eso de lo que se trata: de ponerlo nervioso. De asistir, ojalá en breve, al derrumbe de la iniquidad. Los muros de piedra que el poder ha construido a su alrededor son cada día más y más endebles. Pienso que un pensamiento bien elaborado será capaz de derrumbar esa muralla. Y creo no equivocarme cuando sueño que un solo hombre que represente en su endeblez el eterno y misterioso junco pensante de Pascal, puede aproximarse a la eternidad de la muralla china y derrumbarla de un soplo. Si ese soplo se dirige con precisión hacia donde se debe dirigir, la muralla, imbatible durante mil y más años, caerá como un castillo de naipes.

En una situación como la que vive Colombia, pensar es un ejercicio subversivo. Vamos, pues, alegremente, a pensar.

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