lunes, 26 de abril de 2010

Frasco

El libro que Augusto Monterroso escribe sobre las moscas tiene un título exacto: “Movimiento perpetuo”.
Movimiento, dice. Salvo una (la que se refiere a los cómputos mercantiles), cualquiera de las otras trece acepciones del Diccionario cabe bien dentro de lo que aquí hemos hecho. Nosotros somos un movimiento.
Cambiamos de lugar. Somos un fragmento musical. Nos sueñan Mendelssohn o Bartók en su remoto país de pentagramas. Somos, también, “la propagación de una tendencia”. En una palabra, pertenecemos a la vida.

El libro de Monterroso comienza con una frase enfática: “Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas”. En esa trilogía, donde el amor es un sentimiento y la muerte un estado, las moscas son la libertad. Basta decir que ellas no son gregarias, como las abejas o las hormigas, acostumbradas a andar o volar en cuadrilla. Pero, ¿podría alguien imaginar a una mosca formando parte de un panal lleno de esa cosa pegajosa y almibarada que se llama miel, o de una caverna llena de cubículos repartidos en forma matemática que se llama hormiguero? La única ocasión en que las moscas forman parte de un conjunto es cuando alguien las ve como una nube. “Una nube de moscas”, podría leerse en cualquier autor, por ejemplo en Cervantes. Cervantes no lo dice, claro está. Lo que quiero decir es que Cervantes, al ver venir al rebaño de ovejas, hubiera podido decir “como una nube de moscas”. O Tolstoi, al contemplar a los soldados de “Guerra y Paz”. O Whitman, al escribir “Hojas de Hierba”. O el que sea. Pero nadie se ha preocupado por detallar lo que es una nube de moscas. Al contrario del universo, que es una nube de estrellas donde reina el orden perfecto, las nubes de moscas se distinguen porque participan de un destino colectivo sin obligaciones ni cadenas. Están ahí porque están ahí, porque les gusta, porque les parece. Entre ellas no hay monarcas ni jerarquías ni principios genéticos que las obliguen a ir de flor en flor llenándose las patas de polen u otro cualquiera de esos horrores naturales que se pescan en el campo, ese sitio insólito donde las gallinas van vestidas (¿fue Pound quien lo dijo?). De pronto, las nubes de moscas arrancan en un sentido u otro antes de dispersarse. Nada las amarra, salvo la sensación de pertenecer a una especie que rechaza las expresiones colectivas. La expresión colectiva de las abejas es el panal. La de los patos, el lago. La de las hormigas, el hormiguero. La de las langostas, el campo de trigo. ¿Panales acá?, piensan las moscas. Y traen a cuento una sentencia de Wittgenstein (citado por Monterroso): “¿Qué se propone uno con la filosofía?”, pregunta Wittgenstein. Y se contesta: “Enseñar a la mosca a escapar del frasco”.

Escapar del frasco. Esa es la tarea. Pero, entiéndase bien, no se escapa para huir. Se escapa para construir un espacio. El afuera no supone un nuevo adentro. Si salimos del frasco para darnos de trompicones contra los ventanales, no habremos logrado mayor cosa. Tendremos que ir afuera del afuera, aprender a romper lenguajes y cadenas y encadenamientos. Pensar el afuera “destituye la relación entre interior y exterior”. Acá está el deseo. Están, también, una serie de destituciones necesarias. La destitución de la verdad, del dogma, que tendrá que ser sustituido por el “decir verdad”. La destitución de la identidad. Del autor. De lo dicho. Del Yo… Tenemos que aprender a romper la camisa de fuerza.

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