domingo, 23 de mayo de 2010

Cortázar


Una mañana de febrero, clara e invernal, me dirigía al liceo donde trabajaba por aquel entonces, cuando, en la esquina del establecimiento, quedé sorprendido: la calle desbordaba de flores, como nunca la había visto… coronas y más coronas de flores. Pensé que algún personaje habría muerto. Seguí avanzando. Al llegar al callejón que daba acceso al liceo, quedé petrificado. Fue apenas un instante, el segundo donde no hay tiempo: una flechita de cartón pegada al muro señalaba "pour visiter Monsieur Julio Cortazar". Apenas pude creerlo. En el mismo edificio donde daba mis clases, allí, en otro piso de ese edificio había vivido, y hoy había muerto, Julio Cortázar. Quizá me habría cruzado con él más de una vez. Y, cosas de la vida, por esos días cargaba en mi bolso "El libro de Manuel". No sabría decir por qué senderos se fugó mi pensamiento. Sólo recuerdo que ese día, en mi clase, se leyó y comentó "El libro de Manuel".

 Recuerdo, la vez que lo vi. Fue en una conferencia en la UNESCO. Era alto, extremadamente delgado y tenía una mirada penetrante pero sencilla y bondadosa.
 
La obra de Cortázar  nos acompaña, es infinita, es un instante apretujado en el metro parisino, es un amanecer que nos sorprende en el puente sobre el cementerio de Montmartre mirando pasar los transeúntes apresurados o indiferentes, es el bar de la esquina de la rue de Rennes cerca del teatro du Vieux-Colombier, o allí por Montparnasse, o en Saint Germain. Es, en cualquier forma, mucho más. Porque Julio Cortázar es, y será siempre, una extraña y profunda manera de estar vivo.

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